Supongo
que aquel día quise con todas mis fuerzas que el mundo me olvidase, que mi casa
interior se incendiase y que mi boca se cerrase y dejase de decirte cosas que,
a esas alturas, tú ya no querías que pasasen.
Días
después abrí los ojos y vi que todo aquel dolor se merecía una caricia que yo
siempre me había negado frente a las muchas que te había dado.
Era una
experta mal priorizando.
Era de creerte primero y nunca mirar por mi bien;
de
abofetearme primero y escucharme después.
Pero el
día que decidí no volver a mirar atrás para comprobar si aún estabas fue
también el día que entendí que mirar hacia delante es la única forma de
aprender a saber con qué merece la pena tropezarse.
Cuando asimilé que nunca ibas a quererme sonreí.
Sonreí
porque entendí que el amor no consiste en dar para recibir, sino en dar sin
esperar nada a cambio y en saber dejar de dar cuando el otro no merece lo que
le estás dando.
Aprendí
que querer no es firmar a ciegas un contrato, que el respeto y la confianza
caminan de la mano y que lo que tú hacías tenía poco de amor y mucho de engaño.
Supongo
que dejaste de leerme mucho antes de dejar de escribirte.
Y yo
dejé de escribirte mucho antes de dejar de quererte.
Y ahora
te escribo, pero ya no te quiero.
Sólo quería darte las gracias por haberte ido y no haber vuelto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario