La primera vez que
dormí contigo,
lo cierto es que no
dormí.
Quizás tu
atrapasueños si funcionase,
por eso de que me
robó el mío
y me regaló un
desvelo para verte dormir.
La primera vez que dormí contigo,
no quería dormir.
Pero me hubiese
encantado tener otra noche para poder hacerlo,
aunque estoy segura
de que tampoco lo habría hecho.
La primera vez que dormí contigo
me quedé con las
ganas
en la punta de los
dedos,
de la lengua,
de decirte que tienes
una espalda perfecta
para terminar en ella
todas las películas
que contigo vería a
medias.
No logro sacarte de la cabeza,
y ya no quiero volver
a abrir los ojos
porque te veo en
todas partes
y no estás en ninguna
de ellas.
Te veo en cada ventana que se abre
como pidiéndome que te cierre la
puerta.
Porque un día la abriste de
golpe,
y desde entonces no la he cerrado
a expensas de que vuelvas.
Y eso que nunca te esperé,
que quizás siempre te
he estado esperando.
Y eso que no sabes
cual es mi casa,
pero si conoces mi
barrio.
Y esa esquina que es más puta que las ganas que tengo
de volver a subirme a
ese coche contigo.
Y volver a ese beso.
Volver a querer
irme,
para que me pidieses
que me quedase.
Volver a verte,
a confesarte que no
quiero dejar de verte.
Porque son esas insaciables ganas de ti las que me dicen que si me vuelvo a subir a ese coche contigo voy a bloquear todos los pestillos con tal de no salir de ahí jamás.
Y es que es una auténtica putada
imaginarme de nuevo
en tu cama,
entre tus
piernas,
sobre tus manos,
y no estar en ninguno
de esos lados.
Porque la primera vez que dormí
contigo, por desgracia, también fue la última.