Mía no consigue
dormirse, es la tercera vez durante la noche que permite que Agnes Obel la
acerque al sueño, pero lejos de eso, Mía se siente cada vez más inquieta.
Decide que esa
solución no eliminará el problema, que no responderá a sus preguntas, que Agnes
no la escucha, y que ella tampoco la escucha a ella. Lleva varios días
preguntándose si se acordará de ella. Tiene tanto miedo como una niña
pequeña.
Da vueltas en la cama
mientras recuerda cómo se conocieron. Recuerda aquella noche y la de su
rencuentro, lo que sintió cuando se giró y le vio; lo corta que le pareció la
noche, lo inmensas que eran sus ganas de comérselo a besos.
Mía tiene tanto miedo
como una niña pequeña,
pero decide sacar la cabeza de debajo de las sábanas y salir de la cama, aunque
está realmente asustada.
Mientras piensa cómo
va a hacerlo, sueña entre recuerdos. Que si un Polo o un Seat, que si tres o
cinco puertas; que si sus heridas, que si sus anécdotas...
Mía recuerda cuando
la hizo suya por primera vez; en su habitación sonaba Rose Ave. Mía recuerda
esa noche mejor que algunos años de su vida. Recuerda recorrer su rostro con la
punta de los dedos, besarle dormido la espalda, acariciarle el pelo y mirarle
dormir como quién intenta sumergirse en sus sueños.
Recuerda los
innumerables viajes en coche, a Taylor inmortalizando momentos; a ella cantando
y a él sonriendo.
Se recuerda sintiéndose irremediablemente suya, increíblemente libre, e
inevitable e incalculablemente feliz.
Recuerda decírselo y
siente que ya no se siente así.
Recuerda las comidas familiares
y la facilidad con la que le presentó en su casa. Su segundo hogar debía tener
cabida en el primero.
Y eso es algo que Mía
me ha confesado:
Él huele como deberían oler todas las casas,
abraza como sólo el verdadero amor debería tener derecho
de hacerlo
y besa como si te alimentases de pedacitos de cielo.
Mía vuelve a tener
cinco años
y recuerda cuando, aquella primera noche, hablaron.
- Me das mucho miedo…
Eres especial.
Cuando al amanecer el
día, Mía siente algo dentro de su pecho detonar. Recuerda la luz de la mañana
posándose sobre su cara, sonreír con ganas de llorar ante tanta belleza y
escuchar un Clic. Un clic que lo cambiaría todo.
Mía retrocede hasta
incontables cinco de la mañana, recuerda sonreír ante el despertador, recuerda
los nervios y chapotea un rato en ellos. Mía hace tiempo que ha roto a llorar.
Recuerda dormir entre
sus brazos, recuerda sus manos; el tacto de sus preciosas manos. Recuerda esa
incomparable sensación de sentirle bailar dentro, de sentirse en armonía con su
centro, de escuchar a su vientre cantar de pura felicidad.
Continúa recordando y
se para en un momento exacto.
Se ve frente a su
casa, desde la ventana, mirando un coche en el que dos personas se aman. Es
realmente de noche y sólo una farola alumbra la calle, posando toda su luz
sobre aquel coche. Parece que lo hace adrede. Como si todos tuviésemos la
obligación de contemplar aquel momento, como si no fuésemos a morir de envidia
al hacerlo.
Mía alterna sonrisas
y lágrimas; se le han descosido algunos remiendos con el trascurso de los
recuerdos, pero no presta atención a tales acontecimientos e inconscientemente
ha llamado dos veces a quién la ayudará a solventar su insomnio.
Son las cinco de la
mañana, pero, esta vez, Mía no le sonríe al despertador.
No son sus cinco de
la mañana.
Un coche aparca
frente a su casa, pero no es el suyo.
Mía se sube e indica
al conductor cuál es su dirección. Él, sin mediar palabra, la lleva hasta donde
ella le manda. Las personas no hablan mucho a las cinco de la mañana, pero Mía,
por dentro, no se calla.
Está completamente
aterrada.
Llega y se sienta
sobre un muro. Hace tanto frío que si no fuese por la intensidad de sus
recuerdos, hace tiempo que se habrían congelado.
Una hora más tarde
llega él y no la ve. Ella duda entre llamarle o callarse, pero finalmente son
sus ganas las que gritan su nombre. Él se gira y no entiende muy bien qué es lo
que ella hace allí. La abraza. Parece una declaración de amor, pero no lo es.
Él se arrodilla para abrazarla, y de pronto el frío consigue que se pare el
tiempo; y Mía lo abraza, a él y al tiempo, para impedir que se vayan.
Mía no quiere
abandonar su nueva casa, él le confiesa sus agobios, sus temores, sus nuevas
decisiones. Mía traga saliva tantas veces como intenta no llorar. Parece
desencantado y Mía se siente tan decepcionada consigo misma que no es capaz de
pronunciar palabras. Tiene miedo de abrir la boca y que sus sentimientos la
desborden.
Ella se enreda en su
pelo y, entonces, separa los labios:
- Quiero estar contigo. No quiero compartirte.
Mía tiene tanto miedo
como una niña de cinco años.
Asume lo que siente y
siente a sus biopsias chismosas, chivatas, niñatas, vociferando su miedo a
perderlo. Mía siente que la abraza tan fuerte que él late en su cuerpo. Le
abraza tan fuerte que siente como las yemas de sus dedos le acarician por
dentro.
Está tan guapo que
hace sombra a las estrellas.
Se hace tarde, el tiempo
se ha descongelado y Mía ha tenido que abandonar su casa. Ha tenido que
deshacerse de su abrazo.
Sabe que podría
tratarse de un adiós, que quizás no existan más abrazos, que quizás su casa sea
ruinas en la próxima visita, o que tal vez haya elegido una nueva inquilina.
Sabe que se han abierto puertas a las que ella hubiese rogado para cerrarse,
pero no lo hace. Respeta su libertad y le pide a sus alas que descansen;
les explica que ellas no lo harán, pero que es posible que él eche a volar y no
quiera regresar.