lunes, 27 de febrero de 2012

Pero lloré...

Sonreí desde primera hora de la mañana, consciente de que los días sin su presencia física se harían más y más cuesta arriba. Le sonreí al mundo y le di los buenos días, aunque no con tanto amor como se los había hecho llegar a ella. Sonreí y me intenté comer la mañana para que ella no me comiese a mi, lo intenté con todas mis fuerzas. Me armé de valor e hice la vista gorda frente a las malas caras, a los gestos torcidos y a las desafiantes miradas.

La mañana transcurrió, y la tarde se llenó de sonrisas, de gentío, de abrazos y de colonia de Nenuco. Se complementó a base de caídas, de quejas y de lágrimas de cocodrilo, siempre sucedidas de sonrisas.

El día me sonreía y yo a él, me sentía feliz. La tenía, la quería, pero me seguía dando miedo afirmar que ella también sentía eso mismo por mi. Debía de quererme, de no quererme las cosas serían diferentes, ¿no crees? Sonreía y le sonreía, si, a ella, dueña de la mejor de las sonrisas, y a su vez, ella me sonreía.

Aún así, la noche opacó al transparente día, y las nubes fueron eclipsando al Sol. Las sonrisas se guardaron en mi retina, y yo.. me sentía completa, pero lloré...



domingo, 26 de febrero de 2012

Demasiado o nunca.

Me convertí en esclava de mis palabras el día que interrumpí uno de mis silencios con aquella reiterada duda que se negaba a desaparecer. Me sentía impotente, pero no era un acto voluntario pensar una y otra vez que tal vez la hubiese querido más a ella, y que jamás me querría a mi de ese modo. Mientras observaba sus fotos caí en la cuenta de que nunca una sonrisa me había teletransportado a un lugar tan lejano y que de sólo verla sonreír, la felicidad se adueñaba de mis reacciones y de mis sensaciones.

La duda persistía como una piedra en el camino que no eres capaz de apartar, o de, sencillamente, bordear, y eso me frustraba. Me había dado cuenta de que pensaba tantas veces en ello que mi corazón ya no sufría intermitentemente si no de un modo constante. Pesadillas, malos sueños y pensamientos rutinarios que me llevaban, de nuevo, al punto de partida.

Pensaba que ella de mi, tal vez, se cansaría, que sus sueños a mi lado desvanecerían la imagen de mi cuerpo, para sustituirlo por otro más bello, más perfecto. La idea de perderla me aterrorizaba pero, es cierto, que estaba presente en mi presente, cosa que me atormentaba. De perderla... ¿qué sería de mi?, ¿a dónde irían todas las promesas que nos hicimos juntas, los besos que no nos hemos dado, y los sueños que no se han cumplido?

Puestos a pensar, prefería no hacerlo, pero era inevitable. Las palabras se agolpaban en mi cerebro dispuestas a salir por cualquier hueco, y yo, débil como me había vuelto frente a aquella duda que no descansaba, las dejaba salir en forma de lágrimas. 

Me dolía el ventrículo derecho, el izquierdo, y ambas aurículas conectadas a mi pecho, pero no podía evitarlo, aunque quería. Quería disipar aquella duda, aquellos pensamientos que hacían que viviese con miedo, pero no podía. No podía apartar de mi lo que sentía, y me sentía inútil, perdida si en el camino no me encontraba con ella.


A veces notaba como las cosas variaban, pero yo escribía, la describía, y me perdía en letras intentando buscar la perfección de su alma. Me encontraba con su rostro, con sus manos, con mi vida que insiste en permanecer con la suya. Yo no decaía, resurgía, intentaba sorprenderla cada día, para que su amor creciese, para que no se desvaneciese...


¿Estaría ella dejando de quererme?, ¿la estaría yo queriendo demasiado?
¿Demasiado? Nunca es demasiado amor.