viernes, 30 de diciembre de 2011

Queridos Reyes Magos:

Hoy día 29 de Diciembre, os escribo mi carta (quizás sea un poco tarde, quizás no). No recuerdo muy bien cuando se escribía, quizás me he hecho mayor, o quizás os he olvidado demasiado rápido. Lo que si recuerdo perfectamente es la noche en la que mi madre, enfadada, me dijo que no existíais, que vosotros no eráis más que "papá, mamá y la cartera", y que al igual que vosotros, el Ratoncito Pérez tampoco existía, ni Papá Nöel, por supuesto, y cerró la puerta del coche.

No recuerdo cada una de las cartas que os he escrito, pero seguramente esta será totalmente diferente a todas aquellas interminables listas de juguetes que os he enviado con el transcurso de los años. En esta carta no os voy a pedir juguetes, y mucho menos voy a ordenaros que me colméis de bienes materiales. Esta vez solo os voy a pedir que leáis las palabras de la que antes era una pequeña niña inocente cuya mayor ilusión era dejar galletas y leche junto al árbol un 5 de enero, irse pronto a la cama y al día siguiente, o durante la madrugada levantarse para ver todos aquellos paquetes envueltos en papel brillante bajo aquel árbol que con ilusión decoraba cada principio de Diciembre con sus padres.

Os escribo esto aún sabiendo que no existís, aun yo misma sabiendo que no creo en vuestra existencia, triste pero real. Sois la ilusión de tantos y tantos niños, pero no sois lo que nos venden desde que tenemos uso de razón, sois un pequeño mundo aislado en el que nos meten desde los 0 hasta aproximadamente los 9 años, una burbuja en la que crecemos felices, creyendo en algo, esperando algo de otro algo, emocionándonos con cada pequeña cosa que nosotros consideramos magia. Una magia que nuestros padres y familiares intentan pasar de generación en generación, sin perderla, sin perdernos. No es fácil, se trata de "engañar" a seres diminutos con curiosidad infinita, a renacuajos con miles de ojos que hacen millones de preguntas, y aún así, lo consiguen.

A lo largo de los años, he pedido muchas cosas, y me considero realmente afortunada porque siempre he tenido más de lo que he pedido, pero este año, si aún existieseis no pediría nada que se asemejase a alguna de mis peticiones anteriores.

Pensándolo mucho este año no pediría un corazón nuevo, aunque eso siempre ha rondado mis pensamientos. No lo pediría porque pese a las roturas, a los arañazos, a las grietas y a los puntos de sutura, es demasiado valioso lo que guarda dentro como para sustituirlo por algo vacío de contenido. Tampoco pediría un cuerpo nuevo, puesto que el que tengo me ha acompañado desde que no tengo conciencia de mis actos, y aún gustándome más o menos siempre ha sido capaz de superar todos los obstáculos que se nos han interpuesto en el camino.

Este año pediría que el cupo de lágrimas que vayan a descender de mis ojos los próximos 365 días sea inferior al de este año que termina, necesitaría vacunas tranquilizantes cuando las situaciones me sobrepasan y me cuesta encontrar la cordura y os rogaría salud y felicidad para cada uno de los pedazos que componen mi corazón, para cada una de esas personas que forman el motor de mi vida.

Si aún pidiendo eso, pudiese pedir algo más pediría ruido ante los incómodos silencios y sinceridad para todos aquellos que sólo han conocido el termino blasfemia. Pediría menos fragilidad y más paciencia, más dulzura para intentar limitar lo agridulce que conlleva vivir en un mundo como este, injusto, duro y chocante.

Y si como despedida me dejasen pedir una última cosa, pediría que la magia no se desvaneciese nunca, ni tan siquiera con el transcurso de los años, y que cada mágico momento no se olvidase jamás, como en los cuentos.


Un beso con los ojos.
Amanda.