Llevo tres días escuchándome dentro de
la misma canción.
Pero, cada vez que me escucho, me pido
auxilio de forma distinta.
Estoy triste, pero soy feliz.
O tal vez sea al revés.
Estoy harta de ser de un insoportable
que no me aguanto,
de soportarme lo inaguantable que soy,
hasta que me harto.
Quiero que llueva y bailar.
Que me enseñes a bailar sobre los
charcos
y nos reíamos mientras nos besamos en
pleno naufragio;
y se nos mojen las bragas de tan sólo
escucharnos.
Que nos perdone el cielo por
reírnos
de aquellos que cayeron desde el
sótano;
que nunca sabrán lo que es volar,
mientras asocien libertad
con levantar los pies del suelo
y soltarse las manos.
Que llueva tan fuerte como no sabemos
amar.
Que amemos tan fuerte que no
escuchemos al cielo llorar.
Quiero gritar y patalear.
Quiero pegarle una patada al
diccionario de antónimos,
que insiste en que la tristeza es el
opuesto a la felicidad.
Quiero cogerme las manos
y, por primera vez,
sincerarme frente a ellas.
Decirles que lo único malo que
tenemos
es no poder desprendernos de nosotras.
Mirarnos a los ojos y no reconocernos,
reconocernos en cualquiera que no
somos.
Y que no seremos,
porque no querrá conocernos.
Ser en cualquiera que no nos
mira.
Mirar a cualquiera y desear ser
cualquiera;
menos la que mira.
Quiero llevar a cabo todas esas
contradicciones que me provocan paz.
Quiero enfrentarme contigo y que las
heridas de tu guerra me sonrían,
que cruces los dedos por detrás y me
digas "esta vez no te voy a matar".
Quiero que me den arcadas hasta que te tenga que vomitar.
Que te manches las manos con mi
sangre
y que luego me dibujes sobre un lienzo
color carne;
piel de alguien a quien quieres
menos.
Alguien a quien no te molestarías en
matar.
Pero no lo hago.
No llueve,
pero no es la lluvia.
Puedo llorar y bailar al mismo tiempo.
Tengo la capacidad para inundar una
ciudad.
Pero no me sé limpiar las culpas de la cara.
No sé diferenciar entre una lágrima y
una gota de agua.
No sé deshacerme de la culpa interna
de mis cuernos.
De la culpabilidad camuflada bajo el
cuerpo.
No sé ser libre conmigo misma;
me lo impide alguien que se parece a
mí,
pero que no reconozco en el espejo.
Y rompo uno cada vez que me provoco un
corte de digestión.
Tenemos firmado un pacto.
Me salvan de mis siete años de mala
suerte,
a cambio de una eternidad sin verme.
Es entonces cuando sonrío.
Cuando, de verdad, sonrío.
Cuando muerta la fachada soy libre
para sonreír a ese montón de cristales rotos
que, de pronto, se transforma en lo más parecido a un regalo de cumpleaños que jamás esperaré;
porque el único alguien que podría hacérmelo acaba de morir para convertirse en ello.
que, de pronto, se transforma en lo más parecido a un regalo de cumpleaños que jamás esperaré;
porque el único alguien que podría hacérmelo acaba de morir para convertirse en ello.
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