martes, 21 de octubre de 2014

Testimonio mortal de una sonrisa forzada.


Llevo tres días escuchándome dentro de la misma canción.
Pero, cada vez que me escucho, me pido auxilio de forma distinta.

Estoy triste, pero soy feliz.
O tal vez sea al revés.

Estoy harta de ser de un insoportable que no me aguanto,
de soportarme lo inaguantable que soy, hasta que me harto.

Quiero que llueva y bailar.

Que me enseñes a bailar sobre los charcos
y nos reíamos mientras nos besamos en pleno naufragio;
y se nos mojen las bragas de tan sólo escucharnos.

Que nos perdone el cielo por reírnos 
de aquellos que cayeron desde el sótano;
que nunca sabrán lo que es volar,
mientras asocien libertad
con levantar los pies del suelo 
y soltarse las manos.

Que llueva tan fuerte como no sabemos amar.
Que amemos tan fuerte que no escuchemos al cielo llorar.

Quiero gritar y patalear.

Quiero pegarle una patada al diccionario de antónimos,
que insiste en que la tristeza es el opuesto a la felicidad.

Quiero cogerme las manos 
y, por primera vez, 
sincerarme frente a ellas.

Decirles que lo único malo que tenemos 
es no poder desprendernos de nosotras.

Mirarnos a los ojos y no reconocernos,
reconocernos en cualquiera que no somos. 

Y que no seremos, 
porque no querrá conocernos.

Ser en cualquiera que no nos mira. 

Mirar a cualquiera y desear ser cualquiera;
menos la que mira.

Quiero llevar a cabo todas esas contradicciones que me provocan paz.
Quiero enfrentarme contigo y que las heridas de tu guerra me sonrían,
que cruces los dedos por detrás y me digas "esta vez no te voy a matar". 

Quiero que me den arcadas hasta que te tenga que vomitar.

Que te manches las manos con mi sangre 
y que luego me dibujes sobre un lienzo color carne;
piel de alguien a quien quieres menos. 

Alguien a quien no te molestarías en matar.  

Pero no lo hago.

No llueve, 
pero no es la lluvia.

Puedo llorar y bailar al mismo tiempo.
Tengo la capacidad para inundar una ciudad.

Pero no me sé limpiar las culpas de la cara.
No sé diferenciar entre una lágrima y una gota de agua.

No sé deshacerme de la culpa interna de mis cuernos.
De la culpabilidad camuflada bajo el cuerpo.

No sé ser libre conmigo misma;
me lo impide alguien que se parece a mí,
pero que no reconozco en el espejo.

Y rompo uno cada vez que me provoco un corte de digestión.

Tenemos firmado un pacto.
Me salvan de mis siete años de mala suerte,
a cambio de una eternidad sin verme.

Es entonces cuando sonrío.
Cuando, de verdad, sonrío.

Cuando muerta la fachada soy libre para sonreír a ese montón de cristales rotos 
que, de pronto, se transforma en lo más parecido a un regalo de cumpleaños que jamás esperaré;  
porque el único alguien que podría hacérmelo acaba de morir para convertirse en ello.

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