viernes, 19 de septiembre de 2014

Secuestro a mano amada.

Ella llora con los ojos cerrados
por miedo a abrirlos 
y reflejarse en algún lado.

Una yo es suficiente 
para quien detesta
ser quien siente.

Llora en silencio para no escucharse, 
para no tener que consolarse.

No le importa lo que le duele,
y no pierde el tiempo en intentar entender 
por qué aún lo padece.

Hace tiempo que dejó de compadecerse.

Padece la enfermedad 
del beso mal dado,
del abrazo robado, 
del frío durante todo el año,
del tren que nunca ha llegado;
de elegirse como estación favorita del daño.

Convive con restos de antiguas cadenas, 
con esposas semi-abiertas
y con la soga al cuello que aún le aprieta.

Son malas compañías, 
pero fieles compañeras.

Y el carcelero continúa burlándose de ella,
controlándola desde el otro lado de la puerta.

Un lavado de cara no es útil,
cuando necesitas un trasplante de corazón.

Probemos con una mudanza de piel
y juguemos a deshacernos 
de sus cadáveres internos.

Quizás así se borren las huellas 
de quién la soltó tan fuerte 
que le provocó una hemorragia interna
del tamaño de un accidente en cadena,
un domingo de vuelta a la rutina 
en plena M-30.

Quizás entonces sí.
Quizás entonces vuelva.

Quizás entonces regrese 
quien un día dijo irse a por tabaco
y prometió que volvería a por ella.

Que no la volvería a abandonar en cualquier gasolinera,
que no la cambiaría por un amor de motel de carretera.

Quizás entonces merezca la pena,
quizás la pena deje de ser una de sus condenas,
y pueda condenarse a una incondicional presencia,
en vez de a una tristeza perpetua.

Y es que lo único malo que tiene la pena, 
es no merecer otra cosa aparte de a ella.

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