domingo, 14 de septiembre de 2014

Su amor propio como leyenda urbana.

¿Quién iba a querer quedarse a vivir 
dentro de una persona que no habita nadie?

En la que se muere cada día la misma 
y cuyo suicidio es el único plan de huida.

Se asesinaría cada noche 
hasta convertirse en la perfecta asesina.
Y sólo así te sonreiría.

Tiene un miedo atroz a no imaginarse la vida consigo.
está tan acostumbrada a intentar deshacerse de ella
que le da pánico presentarse y que le guste;
que se acabe enamorando de ella.

Que se acaben yendo de fiesta,
y se pongan hasta el culo de poesía y cerveza.
Y que, por una noche, no tenga ganas de vencerla.

Que la besen como nunca se ha besado,
que la amen tanto como se ha odiado.

Ella juega a lanzar piedras sobre su tejado,
a fingir que son ciertos todos sus engaños,
a hablar de si misma como si se tratase de un extraño.

A cavar su propia tumba,
a mirar para otro lado.

Se enfada por no quererse,
y no se quiere porque nunca le han enseñado.

Las mentiras caen por su propio peso,
y ella rompe a llorar en silencio 
para no hacer partícipes al resto.

Se ha desatado la tormenta,
y donde antes sólo había grietas
ahora hay océanos de tristeza.

No lo reconoce, 
pero le importa.

No lo admite, 
pero, 
a veces,
aunque no llueva,
llora.

Siempre se le ha dado bien eso de bailar sobre sus charcos,
y no le importa mancharse las manos si es para hacerse daño.

Pero ahora está sola.
Completamente sola.

Como si de todas las opciones posibles, 
hubiese elegido la más idónea.

Como si hubiese podido elegir, 
y se prefiriese ante cualquier otra.

Intenta explicarle al mundo que es la peor compañía que puede tener una persona.
O al menos la peor que ha conocido hasta ahora.

Admira su supervivencia
mientras detesta su existencia.

Dice que no sabe dejar huella,
pero deja el camino perdido de ellas;
lleno de los surcos que dejan las piedras 
que recoge a medida que tropieza con ellas.

Dice no saber por qué lo hace,
Pero, en el fondo, lo sabe.

Así mantiene durante más tiempo las heridas abiertas
y las devuelve a su sitio cuando éstas se cierran.

Se ha convertido en rutina 
el tropezar más de cien veces con la misma piedra,
el mancharse las rodillas de tierra
y el ponerle nombre a todas sus heridas de guerra.

En cambio,
ella sueña con convertirse en piedra,
con dejar de morder el polvo,
con hacerse polvo,
y desaparecer de la faz de su tierra.

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