martes, 22 de noviembre de 2011

Mudanzas y lágrimas.

Aún recuerdo cuando bebía para olvidar, cuando en realidad nada conseguía alejar de mi los recuerdos, aunque lo intentaba, eso si, de las peores maneras posibles. Sexo con desconocidos, drogas, y dosis elevadas de alcohol. Todo ello acompañado de lágrimas, de malos lloros... Bueno, malos lloros.. yo los denominé así porque pienso que por aquel entonces no sabía llorar. Ahora, en cambio, he aprendido, si, a llorar, porque por mucho que pensemos que todos sabemos llorar, lo cierto es que no. Me ha llevado años de práctica el aprender a llorar, con el fin único de calmar mi alma, de purificar mi corazón. Llantos desconsolados, contra la almohada, borracha de amor, llena de despecho, odiando al mundo que me rodea, y repugnando toda aquella sangre que corría por mis venas llena de aquel espécimen, cualesquiera que fuese, que por aquel entonces pudiese vagar por mi mente. Y no fue en vano, fue doloroso, si bien es cierto que lo fue, pero toda tormenta cesa, y toda herida, por profunda que sea, se cierra y si lo hace bien nunca más volverá a supurar ese asqueroso pus denominado, por algún "intelectual", desamor. 

Me harté de llorar, de gritar desmesuradamente cuán enamorada estaba, de enmudecer cuando su perfume me invadía los pulmones, y de atragantarme al imaginarme el sabor de sus besos. Pero todo eso es real, son cosas cotidianas cuando sientes tu corazón vibrando por encima de la piel, cuando notas que él mismo quiere escaparse de ti, y correr hacia esa otra persona, que el noventa y nueve por cierto de las veces te habrá ilusionado, para finalmente, irse sin dejar miguitas de pan que seguir para encontrarla. 

Las despedidas amorosas son difíciles, y las mudanzas sentimentales también. No es fácil cambiar de sitio los recuerdos, ordenarlos por el daño que causan, y esconder aquellos que más nos duelen bajo la trampilla del desván, pero es posible.

Con las mudanzas, llegaron nuevas estaciones, comenzaron etapas, y yo continué con mi intento de aprender a llorar. El recorrido estaba siendo difícil, pero un día, mientras lloraba, pensé en todo lo que había conseguido hasta llegar a donde estaba. Sonreí y las lágrimas se fueron desvaneciendo. Ahí fue cuando me di cuenta que había aprendido a ponerle un límite a mis lágrimas, sólo descenderían de mis ojos las necesarias, ni una más.

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