miércoles, 2 de diciembre de 2015

Por suponer y que, ojalá, seas.

Supongamos que es cierto eso de que la esperanza es lo último que se pierde
y que yo aún sigo soplando pestañas en tu nombre.

Supongamos que aún fantaseo con la idea de que tal vez me estés echando de menos
o que, de vez en cuando, te acuerdas de mí.

Supongamos que cuando te miro aún tiemblo,
que mis ganas de llorar cuando te veo siguen en aumento,
y que me resultas tan increíblemente bonita que aún no diferencio realidad de sueño.

Si dijese lo contrario, te estaría mintiendo.

Si niego que todos los días espero tus buenas noches
y que paseo por tu calle como si, en el fondo, no esperase cruzarme contigo.

Supongamos que aquella conversación no existió y que, en realidad, si quieres estar conmigo.

Supongamos que he dejado de pensar en dormir en tu ombligo
y he empezado a mirar por el mío.

Supongamos que existe una tirita del tamaño de ciertas despedidas,
que los clavos sacan otros clavos, y que no se infectan sus heridas.

Si supusiese eso, mentiría.

Supongamos entonces que me aguanto las ganas de besarte
y que cuando estás cerca trato de mirar hacia otra parte.

Supongamos que finjo que no te echo de menos
sólo porque pienso que tú no me echas de menos a mí;

que acallo lo que pienso cuando te veo
sólo por no darte el poder de acallarme a mí.

Supongamos que todo eso es cierto.

Y supongamos también que no te salen las palabras
y que tienes miedo de equivocarte de nuevo;

que piensas que te he cerrado todas las puertas
y por eso no te atreves a acercarte a ellas.

Supongamos que tú también tienes ganas de besarme,
pero que no lo haces porque piensas que así evitarás querer quedarte.

Ya sé que sólo estoy suponiendo, pero si todo esto es cierto...
Ven, que te echo de menos.

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